“Que la música salve por lo menos el resto de la noche”
Cortázar. El perseguidor
Que el lenguaje tiene cierto origen que lo vincula con la música no es ninguna novedad. En tanto formas de expresión comparten el ritmo, el tono, la intensidad, el timbre, entre otras propiedades. Hay voces que establecen cadencias armoniosas, pausadas, como si estuviesen ejecutando una pieza clásica. Las hay también con la carga similar a la de un trombón. Otras voces fluyen al modo de una improvisación de jazz, digamos al estilo bebop, cool, o free. Y qué decir de aquellas que plantan sus discursos como la primera voz de una banda de heavy metal. Hoy en día, los nuevos géneros como el trap o su antecesor el rap, parecen querer achicar las fronteras entre letra y música. En el campo de la escritura hay personalidades que confesaron su pasión por determinados géneros musicales y por músicos en particular. La obra de Julio Cortázar (Bélgica, 1914-París, 1984) es uno de esos casos paradigmáticos. Y tal vez porque se cumplen 110 años de su nacimiento o porque se fue un año terminado en cuatro; o porque era un gran prestidigitador de los juegos del lenguaje; o tal vez porque sí, porque nos gusta y nos identificamos con algún cronopio o uno que otro fama, y disfrutamos de obras como Bestiario (1951), Los Premios (1960) o Rayuela (1963), es que estas breves líneas cobren entonces algún sentido.
Tras los pasos de Charlie Parker
Quizá uno de los textos más musicales de Cortázar —musicales tanto por su contenido como por el ritmo de su escritura—sea El Perseguidor (1959). Brevemente, el cuento tiene como escenario las noches de París en los años cincuenta. Allí un saxofonista, un tal Johnny Carter —confesamente inspirado en el genial Charlie Parker—tiene una serie de encuentros y desencuentros con un periodista y crítico musical que quiere escribir su historia, un tal Bruno Testa —podríamos pensarlo como alter ego de Cortázar—. En la historia suceden una serie de acontecimientos que parecen relacionarse con hechos de la vida de Charlie Parker. En esos encuentros que tiene con el músico en un tugurio parisino, el periodista es testigo también del desorden en el que vive Carter como de las adicciones que lo van llevando a un precario estado de salud. En el transcurso de las visitas, el músico le comparte a Testa las distintas alucinaciones de las que está preso, de cómo eso cambia su percepción del tiempo del que no comprende su funcionamiento, y de cómo todo ello termina por influir en la música que finalmente ejecuta. El periodista admira la forma en que Carter improvisa con su saxo. Esas líneas musicales propias de la improvisación del jazz parecen sugerir la persecución del propio Carter en busca de otra realidad, aquella que se le figura a partir de las alucinaciones y que lo lleva a determinados planteos metafísicos sobre el sentido de la existencia. Pero, esa búsqueda lo va conduciendo también a la autodestrucción y Testa se siente en la obligación de protegerlo de sí mismo.
Hasta aquí la síntesis. Este sería un primer nivel de relación con la música: el contenido. Ahora, qué sucede con la forma, cómo elige Cortázar contar esta historia. Lo primero que se observa es la diferencia entre los estilos de vida del músico y del periodista, el desorden y el orden, el sentimiento y la razón; algo así como un contrapunto, elemento propiamente musical para poner en juego dos voces distintas pero que colaboran en la armonía de la pieza. La historia está atravesada por el concepto de tiempo —presente en las alucinaciones de Carter—, elemento constitutivo de la música en tanto arte que se desarrolla en el tiempo. Justamente, el tiempo elegido para el relato es el presente, los acontecimientos están allí frente a las narices del que lee como quien asiste a un concierto, como la música que se transforma en presente cada vez que alguien la escucha.
En un curso sobre literatura que dictó en 1980 para la Universidad de California, Cortázar expresó que el proceso de escritura del cuento estuvo bajo un ritmo que no le permitía hacer otra cosa que dejarse llevar, como la música. El resultado, cree, es una cadencia que se deja oír en el lector: ““Leemos esa prosa de alguna manera como cuando escuchamos ciertas músicas y entramos totalmente en una especie de corriente que nos saca de nosotros mismos y nos mete en otra cosa”.
Coda
Uno puede leer la obra de Cortázar y encontrar en ella distintas referencias a la música. Además de El perseguidor, pueden mencionarse Rayuela, Un tal Lucas, o la calificación de “enormísimo cronopio” que le asigna a Louis Armstrong en Historias de Cronopios y de Famas (1962). El mismo escritor confesó en una oportunidad que estaba seguro de que su madre lo había parido músico. Pero parece que algo sucedió en ese momento. Él se encargó de detallarlo con la maestría y el humor que lo caracterizaba, frente al curso sobre literatura de la Universidad de California. Allí, con desparpajo, acusó abiertamente a las hadas quienes habrían realizado entre ellas un nuevo contrapunto: “[Entre] esas hadas que echan bendiciones y maldiciones en la cuna del niño que nace, hubo una que decidió que yo podía ser músico pero hubo otra que decidió que jamás sería capaz de manejar un instrumento musical con alguna eficacia y además carecería de la capacidad que tiene el músico para pensar melodías y crear armonías”.
Buenos Aires, 6 de abril de 2024.
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